jueves, 27 de enero de 2011

Condiciones de vida en los años cuarenta: Los recuerdos de Antonia

Antonia tiene recuerdos vagos del paisaje y las condiciones de vida que se encontraron al llegar a las parcelas. Su extensa familia, venía buscando mejor vida; se habían agotado las posibilidades que daba el pequeño trozo de tierra que tenía arrendado su padre, allá en Guadix. El horno era el negocio familiar, pero poco para una familia que no dejaba de crecer.
Antonia era muy chica entonces, pero recuerda que cuando vivían en su pueblo se mataba un cerdo de vez en cuando y por eso no pasaban hambre. Además todo se aprovechaba: los tomates de la huerta, una parte se conservaban en botellas, para freír y hacer pistos, otros se partían por la mitad y se tendían al sol, donde se secaban. Luego, al llegar el invierno, servían para hacer aquellos guisos tan ricos; los pimientos, los higos... todo era aprovechable. Pero eran ocho hermanos, muchas bocas para alimentar y además había que encontrar trabajo para los grandes, que ya tenían una edad: el mayor, dieciocho años.
A pesar de las dificultades de los primeros tiempos, Antonia no echaba de menos su vida anterior. Como casi todos los niños, no necesitaba más que tener cerca a sus padres; sobre todo a su madre, siempre pendiente de sus necesidades y las de sus hermanos. Por eso, aunque al llegar a La Florida se encontraron sin un techo donde refugiarse, ella no se preocupaba; sabía que su padre lo arreglaría todo. Y así fue. Una familia, que había llegado unos meses antes a las parcelas, les cedió una pequeña choza, donde no había lugar más que para dormir. Una cama de matrimonio, y otra al lado, donde dormían los ocho hijos: unos en los pies y otros en la cabecera. Eran muchos, pero no había otra cosa. Además aquello era algo provisional, hasta que les adjudicaran su propio terreno.
Durante un tiempo la madre guisaba en la cocina de la vecina; la que les dejó la choza… Más adelante, recuerda haber escuchado, que su padre se llevaba el tocino y el hueso a la parcela de los abuelos, que tenían una choza más grande y allí se hacía el puchero para todos. El día que estrenaron la choza que poco a poco había ido construyendo su padre, fue una fiesta. ¡Aquello era otra cosa! Tenía seis habitaciones, y la parte de la cocina estaba separada de la zona de dormir. Al lado de la cocina, construyeron un horno, donde se cocía un pan buenísimo. Su madre pudo colocar allí todo lo que había traído del pueblo: las camas, la mesa, las sillas... La niña se sentía feliz, no echaba de menos nada, la vida era sencilla, pero alegre.
Muchas veces, cuando en invierno se sentaban al calor de la candela, sus padres referían el viaje desde Guadix y lo relataban como si de un cuento se tratase. Fue un viaje largo y duro, pero ellos se sentían todavía jóvenes y tenían mucha ilusión; deseaban algo mejor para sus hijos. En un camión echaron los pocos enseres que consideraban imprescindibles. Su madre no quiso dejarse la habitación de matrimonio: la cómoda, la cama de hierro, el espejo… se lo trajo todo, aunque no sabía ni dónde lo podría colocar. Pero el padre, lo que no quería por nada del mundo, era dejarse los cochinos. Estaban engordándose y en invierno podrían hacer una buena matanza, así que los animales viajaron en el camión, junto con las gallinas que quedaban, los enseres domésticos, los ocho hijos y el matrimonio. Con diferentes detalles, la niña escuchó muchas veces el relato y lo guardó en su memoria. Así ella lo contaría a sus hijos y a sus nietos, así no se perderían las raíces.
Antonia no recuerda que en esos años, cuando llegaron a las parcelas, pasaran hambre. Aunque aquel era un tiempo de posguerra y de restricciones de todo tipo, pero no se conocía otra cosa mejor. Sus padres tenían vacas lecheras, gallinas, cochinos… en su casa no faltaba el pan. El padre cogía el trigo y se iba a Arcos, al molino. Luego venia con el saco lleno de harina y amasaba y tenían pan para toda la semana. El pan se guardaba en una tinaja y así no se endurecía. Del amasijo anterior se guardaba un poco de masa, para la levadura. Las gallinas ponían muchos huevos y su madre los guardaba para cambiarlos por ropa, zapatos y otras cosas que ellos no tenían. De vez en cuando venían los recoveros y se llevaban papas, o huevos, a cambio de lo que ellos traían. Las habas secas y las algarrobas eran para las bestias, pero en tiempo de escasez no se hacían remilgos: sus hermanos y ella se las comían sin rechistar, y les sabían a gloria.
Mucho más tarde, cuando ya entendía más cosas, la muchacha escuchaba relatar a los mayores sobre la cantidad de la cosecha que tenía que dar al Instituto Nacional de Colonización. Se hablaba de que en los primeros años, con la escasez de abono, las tierras no producían. A pesar de todo, los parcelistas tenían que entregar el porcentaje de la cosecha que se había establecido. Además, si tenían vacas, el instituto se quedaba el ternero que nacía. Luego, los animales pasaban a ser de propiedad de los colonos. Esos primeros tiempos fueron muy duros, aunque Antonia, como otros niños, apenas recuerda más que una vida en contacto con la naturaleza y el trabajo cotidiano de ayudar a los padres y cuidarse de los hermanos más pequeños.

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