miércoles, 6 de septiembre de 2023

Nueva edición: Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres rurales

 Nueva versión de mi libro, cuyo origen se remonta al año 2008. No obstante, estas historias de mujeres rurales son atemporales. 


martes, 15 de octubre de 2019

Las mujeres en el mundo rural: La historia de Remedios

No recordaba que el día de Santa Teresa, 15 de octubre, es también Día Internacional de las Mujeres Rurales. Como todas las fechas en las que se recuerda la situación de algún colectivo, tiene como objetivo el reconocimiento al papel decisivo de las mujeres del campo en el desarrollo, la seguridad alimentaria y la erradicación de la pobreza. Fueron las Naciones Unidas, en diciembre de 2007 quienes establecieron esta fecha, aunque desconozco la razón, y se observó por primera vez en el año 2008.
Portada del libro
Curiosa coincidencia. En agosto de ese mismo año, la Diputación de Cádiz terminó de editar un libro en el que yo había trabajado durante más de un año: Al hilo de la conversación. Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo.
He querido volver sobre esta historia, a pesar del tiempo trascurrido, porque ayer mismo, en La Barca de la Florida, me encontré con tres de las mujeres protagonistas de este libro. El tiempo ha pasado y algunas de las que participaron en la construcción de esta publicación, aportando sus historias de vida, ya han desaparecido. Es el caso de María y Antonia; otras, como Francisca, con sus 97 años sigue con nosotros, pero en esa nebulosa en la que viven algunas personas ancianas, en la que les resulta muy difícil distinguir entre el mundo de los vivos y el de los que ya se fueron para siempre. Qué naturaleza la suya, con lo que tuvo que superar: la muerte de su madre cuando era una niña, la huida de las tropas franquistas, desde Málaga, andando por la carretera, bajo las bombas de los aliados fascistas, hasta llegar a Alicante, de la mano de su padre, un simple jornalero. Y ahí está “Paquica”, a la que recuerdo con su sonrisa irónica y recitando los larguísimos romances que se sabía de memoria.   
Encarna, Remedios y Encarnación… No puedo creer que esas mujeres luchadoras y llenas de vida cuando las conocí, hayan perdido tantas capacidades en una década. Me lo cuentan Antoñita, Pepa y Encarna, que, a pesar de la edad, aún tienen vitalidad y motivación para asistir a los actos culturales de su pueblo.
Pepa, Antoñita y Encarna en la actualidad
 Coser y C@ntar era el título que puse a un taller de historias de vida, germen del libro, una publicación pionera en esa temática. Sentadas alrededor de una mesa, nos reunimos durante meses. Ellas con la labor en las manos y expectantes, sin saber muy bien en qué consistía mi propuesta. Ni más ni menos que recuperar la vida cotidiana del pueblo, a través de sus relatos. Colectivamente, y al hilo de la conversación, aquellas tardes alumbraron un ramillete de historias, que son a la vez una magnífica colección de lecciones de lucha, coraje y superación en un tiempo de silencio, gris, plagado de injusticias y adversidades. Las narraciones nos hablan de la vida rural en Andalucía, desde los años treinta del siglo XX, años en los que subsistir era una proeza para la población sin tierra. El relato coral tiene un doble valor: mostrarnos la fuerza de las protagonistas, que, a pesar de tantas vicisitudes, han conseguido crear su propia familia y mantener su dignidad a flote. Y por otro lado, recuperar la vida de nuestras madres y abuelas, y con ello hacernos conscientes del gran valor de las mujeres rurales y reconocer la contribución de este colectivo al gran salto social que se ha producido en Andalucía rural en las últimas décadas. 
Y para muestra un botón. La historia de vida de Remedios, una mujer que vivió una niñez y una juventud sin problemas importantes. Familia humilde, padres parcelistas, y con lo que daba el campo y los animales tenían suficiente. Sin embargo, a partir de su matrimonio empezó para ella una etapa llena de privaciones y de sufrimiento. Lo que esta mujer compartió con nosotras, es una lección de vida: habló de sus estrategias para escapar y manejar lo mejor posible las broncas y las obsesiones del marido; su terrible y anunciada muerte, con sólo treinta y tres años y otra pérdida aún más dolorosa si cabe: la de su hijo, durante el servicio militar… Y ella, ahí, presente, como una roca, dando seguridad a sus hijos, haciendo de tripas corazón y echándole coraje a la vida.
Remedios y su marido el dia de la boda 

(…) “Mi novio entonces vivía con su madre en una choza, una mujer viuda, con sus hijos…, y allí nos teníamos que meter nosotros. Mis padres se habían tomao mal lo de mi embarazo y eso de irme con el novio sin estar casaos, pero después de nacer la criatura me acogieron en su casa. Mi padre nos hizo una choza en su parcela, porque el cura del pueblo siempre relataba porque decía que era pecao eso de dormir juntos sin estar casaos. Yo a principio tenía una mesa, cuatro sillas y una cama, eso era lo que tenía, unas sillas ahí mismo, de enea, que todavía las tengo. Lo que pasa es que tuve la desgracia de que se me quemó la choza y los cuatro muebles que me compraron cuando me casé me quedé sin ellos. No trabajaba fuera, bueno… algunas veces ayudaba en la parcela, pero a eso no le llamo yo trabajar… ¡Ya tenía bastante yo con un niño detrás de otro, hasta ocho! Luego, cuando se murió mi marío, a lo mejor iba a una familia y echaba dos o tres horas lavando, o iba a coger algodón con los mayorcitos, pero un trabajo continuo, no podía.
Él, trabajador era como el primero, pero tenía mu mala bebida. Venirnos a la Barca, desde la choza, fue malo pa mi marío, porque tenía tiempo de irse a la taberna. En el campo no se iba a la taberna pa no dejarme sola, le daba miedo dejarme sola. O sea que bebió mucho más desde que nos vinimos aquí. Celoso era al máximo y cuando bebía eso era insoportable. Al otro día, ya que estaba bueno, me pedía perdón. El médico le preguntó un día: ¿tú bebes? Y entonces le dijo que si no dejaba la bebida seguiría viendo esas cosas, porque él decía que veía cosas. Eran los medicamentos pa los nervios, estaba enfermo.
Con treinta y tres años murió y me dejó solita, con siete niños y embarazá del octavo. Hasta los seis meses no me vino la primera paguita y no tenía ni que darles a mis hijos de comer. Tenía yo treinta años. Fue entonces cuando empecé a trabajar en la calle. A partir de ese momento me apañé lavando en las casas. Me pagaban cinco duros lavando to el día y con el niño al lao, meciéndolo en la mecedora. Menos mal que antes no teníamos tantas tonterías y sólo había una silla y una mesa… Compraba la tela de muselina y les hacía to: los calzoncillos blancos, y to, porque entonces se cosía toa la ropa…, así iba saliendo adelante.
Las tiendas me decían que me llevara lo que quisiera, pero yo me llevaba lo indispensable porque luego había que pagar. La primera paga fue pa María la del pan y uno que le llamaban Benítez, allí era donde me fiaban. Luego, una me daba una cosa, otra cosa. Mi vecina me traía de to y me recogió los niños. Esa mujer fue la que me ayudó. El pan y el melón a lo mejor era la comida de mis niños. Pepa, la monjita, así le llamaban a la otra vecina. Me dejaba los niños con ella mientras iba por agua o a lavar. Yo con el búcaro en la mano no podía llevar los niños también. Hasta me ayudaba a lavar la ropa…
Cuando mis niños tenían catorce años se iban a la remolacha o a otras cosas y entonces ya empecé a respirar. Mi hija mayor salió de la escuela pa ayudarme y empezó a trabajar con doce años. Se fue a servir a Jerez. Entonces me hablaron de un colegio interno donde podían estudiar y estar alimentaos. Como yo no tenía ni pa darles de comer pues me lo pensé y los llevé al colegio. A mi me costaba mucho trabajo quedarme sin ellos. Los dos mayores eran los que yo quería que se fueran y yo me quedaba con los chicos. Pero no había plaza na más que pa los chicos. Bueno, ¡qué mal lo pasé yo!, sin mis niños, tan chicos. Ahí se quedaron y luego, cuando se hicieron más mayores los pasaron a Cádiz y luego a Chipiona. Estuvieron hasta los dieciséis años y acabaron el bachiller. Claro, me quitaron tres bocas. Cuando iba a verlos, ellos llorando y llorando, que se querían venir. Pero sólo venían en Navidad, en verano, o en Semana Santa. Ahora que son grandes ya la cosa está mejor. Si yo contara todo, día por día, tendría una novela…”

viernes, 12 de enero de 2018

Una mujer excepcional

Memoria y olvido son la vida y la muerte. Vivir es recordar, y recordar es vivir. Morir es olvidar, y olvidar es morir. (Samuel Butler)

Mami vino al mundo el Día de Reyes de hace ya la friolera de 97 años. Vivió su infancia en un hermoso valle, en la provincia de Pinar del Rio (Cuba). Aunque salió de la isla hace ya más de 30 años, sus expresiones y la musicalidad de su español nos llevan al Caribe.   
Me cuenta que su mamá y su papá se conocían desde siempre, porque eran vecinos. Las familias de ambos tenían unas fincas arrendadas en Rio Seco, muy cerca de la población de Pinar del rio. Su mamá se quedó embarazada con sólo 17 años. En aquella época, los pobres no podían hacer bodas y a veces se pasaban años hasta que se casaban. Algo que no nos resulta tan lejano a los que hemos vivido en el mundo rural, especialmente en Andalucía. Y así ocurrió en el caso de sus padres, pasaron por el altar cuando ya tenían varios hijos.

“Soy la mayor de 12. Mi mamá fue muy buena madre pero era pobre, más que pobre, miserable”. Con estas palabras trata de disculpar a su progenitora, que no tuvo la fuerza necesaria para poner en su lugar al padre de sus hijos. No, ella era ese tipo de mujer sumisa, capaz de soportar a un hombre que nunca se responsabilizó y que, incluso viéndola enferma y cargada de criaturas, la dejó embarazada antes de divorciarse definitivamente. Esta circunstancia, desde luego, ha sido fundamental en la vida de Mami.
Es delicioso e impactante sentarse a rememorar con ella cómo era aquel tiempo. Años veinte. Un país gobernado por oligarquías al servicio de Estadios Unidos y de espaldas a las necesidades de la clase campesina y trabajadora. No hay más que escuchar el relato de infancia de Mami para hacerse una idea del contexto en el que transcurrieron los primeros años de su vida.
Una mala época, con Gerardo Machado (1925-1933) al frente de un gobierno dictatorial, sin ningún interés por beneficiar a la mayoría de la población campesina. Un país donde se pueden dar tres cosechas al año y, según me cuenta, la gente no sembraba. “El campo no daba más que miseria. El boniato, la leche de vaca y la harina de maíz, -cuando había- era lo que nos salvaba del hambre. Claro que con 12 hijos y la escasez, su madre prefería quedarse sin comer para que las criaturas pudieran disponer de un mínimo de alimento. Sin embargo, la fruta sí se daba en abundancia en aquel valle y mami me cuenta que disfrutaba comiéndola directamente de los árboles: guayaba, plátano, mangos, pomarrosa… Todo muy natural, pero, a todas luces, escaso. Y lo peor es que todos eran tan pobres, que no podían esperar mucha ayuda de la familia. Si acaso, un “platico” de arroz con frijoles, dice mami, que le hacía su abuela, y con eso se conformaba. ¿Qué podía hacer la criatura?  


No debía de ser muy confortable la vivienda donde creció mami. Una choza hecha de materiales de diferentes árboles y de palma, una sola estancia, con el suelo de tierra, una cama, sin colchón, con unos sacos de azúcar, rellenos de hojas de maíz. Las sábanas se guardaban para cuando había alguna visita, pero diariamente, se dormía directamente sobre los sacos. Naturalmente, no tenían luz eléctrica ni agua corriente. Mami me regala una sonrisa pícara y exclama: “pues ya ves, bebiendo agua del rio y estoy viva”.   
Mientras escucho su relato, imagino a esa niña vivaracha, que se esfuerza por ayudar a su joven madre en las tareas del campo y en el cuidado de los hermanos menores. La escuela fue una anécdota en su vida, porque no tenía zapatos para poder ir con un mínimo de decoro, ni tampoco llegaba el dinero para comprar las libretas, así que unos días por una cosa, otros días por otra, al final acabó por abandonarla definitivamente. Antes del amanecer, con apenas 11 años, hacían el camino los críos de las familias campesinas hacia la cantina, que era como llamaban a las pequeñas industrias del tabaco. La puedo imaginar descalza sobre el barro, pisando piedras y guijarros, ramas secas, sorteando astillas y, a veces, clavándoselas. Y la vuelta a casa después de ponerse el sol. Otra vez andando el camino, con el cansancio reflejado en el rostro y sin saber si habría algo de cena al llegar a casa.  
Mami rememora con cierta compasión y comprensión aquel tiempo. ¿Cómo podían las madres dar tantos palos a las criaturas? ¿No era suficiente con lo que tenían que sufrir a diario? “Mi mamá nos daba palos, pero pienso que eso era porque se desesperaba con tantos niños y sin nada pa darnos de comer”
De novios no quiere ni hablar. “No he sido yo muy enamoradiza”- dice- Por aquellos campos las únicas oportunidades que había de contacto eran los caminos. Los enamorados salían al encuentro de las muchachas y pasaban del galanteo al arrumaco, siempre con el deseo de poder llegar al conocimiento carnal. Una prueba de fuego para ellas y el embarazo siempre al acecho. Los muchachos se declaraban con una carta que entregaban a la joven elegida y a partir de ahí empezaba la relación. “Él salía a mi encuentro, pero no podía conmigo… Yo tenía muy claro que quería ir “señorita” al matrimonio. Cuando pretendía propasarse, yo le tiraba piedras, le pinchaba con agujas... Yo era tremenda, además…, qué quieres que te diga, no estaba muy enamorá. Pero se hicieron novios, aunque no tuvo paciencia para seguir después de cinco años esperando que la situación económica cambiara para poder casarse. “Me planté y lo dejé”. No hay duda de que con 18 años mami tenía las cosas muy claras.
Para las familias campesinas era un lujo poder disponer de un médico, así que se curaban con cocimientos de hierbas, o simplemente dejando pasar el tiempo. Mami me cuenta que uno de los embarazos de su mamá no llegó a término porque enfermó de sarampión. A los ocho meses se puso de parto y venían dos criaturas. Entre la matrona del pueblo y ella consiguieron que las gemelas vinieran al mundo; una de ellas de nalgas. Así mami conoció desde muy pronto todos los secretos de la vida y de la naturaleza. Ella misma se encargaba de llevar al médico a aquellas criaturas, nacidas antes de hora y necesitadas de cuidados. “Estaban faltas de calor y me dijo el médico que les pusiera botellas de agua caliente. La mayor era una muñeca y se me murió en los brazos. La pequeña sobrevivió”. Así resume este episodio de su vida, sin darle mucha importancia, porque lo mismo que se encallecieron sus pies por falta de zapatos, aquella joven iría creando pequeñas costras en su corazón, para poder sobrevivir a tanto infortunio.   
Tenía 22 años cuando Mami se marchó a La Habana. Ya tenía edad de crear su propia familia y buscaba algo mejor que lo que le ofrecía el campo. No fueron fáciles esos años. Mami se casó y fue madre de una niña, pero no tardó en divorciarse.
De ninguna manera iba a repetir la historia de su mamá, así que trabajó de criada en varias casas burguesas; se esforzó por mantener y cuidar de su única hija. Como tantas madres del mundo, no tenía ayuda. Cuidar de una niña pequeña y trabajar le resultaba muy costoso y al final tuvo que mandarla con la abuela paterna, que fue la que, a partir de entonces, se hizo cargo del día a día de la criatura. La Revolución Castrista la encontró detrás del mostrador de una pequeña tienda de ultramarinos que consiguió abrir a fuerza de mucho empeño y sacrificios y con la que subsistió hasta que la llamada “Ofensiva Revolucionaria”, en 1967, le confiscó el negocio y se vio en la calle con lo puesto. De nuevo Mami tuvo que trabajar, esta vez para el Estado, en una fábrica de calcetines, y volvió a vivir la escasez y la tristeza de no poder dar a su hija lo que necesitaba. A pesar de todo, logró un puesto de niñera en la casa de un diplomático belga, que le proporcionó una estabilidad y una vida bastante digna durante algunos años.
Pero aún le quedaba mucho por vivir. Le aguardaba el exilio, junto a su hija, una exitosa cantante de ópera en Cuba, que, como otros artistas, salió de la isla y se instaló en Madrid en los años 80. Mami tenía ya más de 60 años y tuvo que reinventarse. Hasta 16 horas se pasaba con una mesita en la Plaza Mayor, vendiendo tabaco. No quería ser una carga, porque los primeros tiempos de cualquier exiliado no son fáciles. Tampoco para ellas lo fueron. Había cumplido los 70 cuando, por fin, tuvo la satisfacción de dedicar sus energías al cuidado de la casa y de su hija, que, casada con un actor, se dedicaba al mundo de la lírica y viajaba por todo el mundo cantando.  La última estación de destino fue Jerez, donde se siente como en su casa y disfruta de una calidad de vida envidiable.    
El pasado día 6 de enero Mami cumplió los noventa y siete. Nadie lo diría, porque todavía, al escuchar la música de su Cuba natal, se arranca a ritmo del Son y se convierte en el centro de la fiesta. “No lo puedo evitar, los cubanos llevamos el ritmo dentro”, exclama con esa sonrisa suya tan picarona. Todavía pasea por el barrio, aprovechando las horas de sol, asiste a clases de Chi kung y, si se tercia, acompaña a su hija al gimnasio y presume de fuerza física delante de los jóvenes. 
Estamos ante una mujer que disfruta de una buena conversación con cualquiera que se le acerque, está al día de todo lo que ocurre en el mundo, discute acaloradamente sobre las últimas noticias y comparte con las amigas de su hija momentos de fiesta y celebración. En definitiva, Mami rompe el estereotipo de la viejecita encantadora, no porque no lo sea, sino porque es una mujer de una fuerza, una lucidez mental y un carácter que no se ajustan a su edad biológica. Lleva sobre sus espaldas la historia de un siglo; ha vivido la pobreza más absoluta, ha sufrido lo indecible, porque fue educada en un sistema social y cultural terriblemente injusto, especialmente con las mujeres; sabe de amores y desamores; ha luchado con todas sus fuerzas para no tener que depender de ningún hombre; conoce el sabor agridulce de una revolución fracasada, y finalmente experimentó el gran desgarro de abandonar su tierra y empezar una nueva vida cuando ya era una mujer madura.
Seguramente guarda dentro de sí multitud de vivencias que no comparte con nadie. Son demasiados años, muchos escenarios, ilusiones rotas, momentos que rozaron la felicidad. No hay duda de que la vida de Mami tendrá rincones a los que ella misma no quiere ya asomarse. Pero quizás, a cierta edad, viene bien eso de que la memoria sea selectiva y se contente con recordar lo bueno, lo menos doloroso, fragmentos de vida que no puedan arruinar el presente, que es al fin y al cabo lo que Mami todavía puede disfrutar con su increíble vitalidad.  FELIZ CUMPLEAÑOS, mami. 

jueves, 14 de septiembre de 2017

Comunicación en un coloquio internacional

Encuentro en Baeza: (clicar para ver el texto) 
 Historias de vida en femenino: la voz de las mujeres del campo. Baeza, Junio de 2013
Coloquio Internacional: Memorias de mujeres, memoria de la doble discriminación: escritura de mujeres y minorías étnicas, migración, discapacidad y exclusión social
AUTORA: Teresa Fuentes Caballero

martes, 6 de junio de 2017

Divulgando El vuelo de la memoria


Las mujeres de Hinojales hablan de sus impresiones sobre el libro El vuelo de la memoria. No hay nadie más agradecido que estas mujeres del mundo rural. Ellas comprenden perfectamente que la razón fundamental de dedicarme a esto es sacar a la luz sus vidas, aparentemente insignificantes, pero cuando las conoces no puedes más que admirar cómo han superado las dificultades y las han convertido en fortalezas y positividad. Por ellas vale la pena escribir estas historias. Y, cómo no decirlo... La importancia que tiene para estas mujeres la labor de maestras como Almudena, que siendo tan joven, pasa un curso en un pueblecito alejado del mundo y aprovecha para enseñarles otros mundos, darles valor y reconoce cuánto ha aprendido de ellas. Felicidades, Almudena.







Las mujeres leyendo el libro de historias de vida




jueves, 27 de abril de 2017

En el paseo había un tope que nadie se atrevía a cruzar

 “Del paseo a las escuelas, de las escuelas al paseo…” Así empieza su relato Aurora. En eso consistía la principal diversión, que estaba limitada únicamente a los días de fiesta. Incluso las que mocearon ya en los años sesenta tienen esa misma o parecida experiencia. Las oportunidades de conocer a un muchacho y establecer relaciones amorosas eran muy pequeñas, pero sobre todo, estaban absolutamente controladas y ritualizadas. Ellos sabían cuáles eran las señales inequívocas de que, en caso de acercarse, no iban a ser rechazados, y ellas reconocían enseguida quién era el pretendiente, o alguien se encargaba de difundir el rumor por el pueblo: “fulanito quiere a menganita”: 
 "Íbamos siempre la pandilla de muchachas, agarradas del brazo, en fila. Los que se querían arrimar venían detrás. Nos decían cosas, como que éramos guapas y eso… A veces, la que sabía que venía detrás uno que le gustaba, se ponía en la punta pa que se arrimara. Esa era la forma de divertirnos y conocernos las muchachas y los muchachos”. (Aurora)