No recordaba que el día de Santa
Teresa, 15 de octubre, es también Día Internacional de las Mujeres Rurales. Como todas
las fechas en las que se recuerda la situación de algún colectivo, tiene como objetivo el reconocimiento al
papel decisivo de las mujeres del campo en el desarrollo, la seguridad
alimentaria y la erradicación de la pobreza. Fueron las Naciones Unidas,
en diciembre de 2007 quienes establecieron esta fecha, aunque desconozco la
razón, y se observó por primera vez en el año 2008.
Portada del libro |
Curiosa
coincidencia. En agosto de ese mismo año, la Diputación de Cádiz terminó de
editar un libro en el que yo había trabajado durante más de un año: Al hilo de la conversación. Voz, memoria y
vida cotidiana de las mujeres del campo.
He
querido volver sobre esta historia, a pesar del tiempo trascurrido, porque ayer
mismo, en La Barca de la Florida, me encontré con tres de las mujeres
protagonistas de este libro. El tiempo ha pasado y algunas de las que
participaron en la construcción de esta publicación, aportando sus historias de
vida, ya han desaparecido. Es el caso de María y Antonia; otras, como Francisca,
con sus 97 años sigue con nosotros, pero en esa nebulosa en la que viven
algunas personas ancianas, en la que les resulta muy difícil distinguir entre
el mundo de los vivos y el de los que ya se fueron para siempre. Qué naturaleza
la suya, con lo que tuvo que superar: la muerte de su madre cuando era una
niña, la huida de las tropas franquistas, desde Málaga, andando por la carretera,
bajo las bombas de los aliados fascistas, hasta llegar a Alicante, de la mano
de su padre, un simple jornalero. Y ahí está “Paquica”, a la que recuerdo con
su sonrisa irónica y recitando los larguísimos romances que se sabía de
memoria.
Encarna,
Remedios y Encarnación… No puedo creer que esas mujeres luchadoras y llenas de
vida cuando las conocí, hayan perdido tantas capacidades en una década. Me lo
cuentan Antoñita, Pepa y Encarna, que, a pesar de la edad, aún tienen vitalidad
y motivación para asistir a los actos culturales de su pueblo.
Pepa, Antoñita y Encarna en la actualidad |
Y para muestra un botón. La historia
de vida de Remedios, una mujer que vivió una niñez y una
juventud sin problemas importantes. Familia humilde, padres parcelistas, y con
lo que daba el campo y los animales tenían suficiente. Sin embargo, a partir de
su matrimonio empezó para ella una etapa llena de privaciones y de sufrimiento.
Lo que esta mujer compartió con nosotras, es una lección de vida: habló de sus
estrategias para escapar y manejar lo mejor posible las broncas y las
obsesiones del marido; su terrible y anunciada muerte, con sólo treinta y tres
años y otra pérdida aún más dolorosa si cabe: la de su hijo, durante el
servicio militar… Y ella, ahí, presente, como una roca, dando seguridad a sus
hijos, haciendo de tripas corazón y echándole coraje a la vida.
Remedios y su marido el dia de la boda |
(…)
“Mi novio entonces vivía con su madre en una choza, una mujer viuda, con sus
hijos…, y allí nos teníamos que meter nosotros. Mis padres se habían tomao mal
lo de mi embarazo y eso de irme con el novio sin estar casaos, pero después de
nacer la criatura me acogieron en su casa. Mi padre nos hizo una choza en su
parcela, porque el cura del pueblo siempre relataba porque decía que era pecao
eso de dormir juntos sin estar casaos. Yo a principio tenía una mesa, cuatro sillas
y una cama, eso era lo que tenía, unas sillas ahí mismo, de enea, que todavía
las tengo. Lo que pasa es que tuve la desgracia de que se me quemó la choza y
los cuatro muebles que me compraron cuando me casé me quedé sin ellos. No
trabajaba fuera, bueno… algunas veces ayudaba en la parcela, pero a eso no le
llamo yo trabajar… ¡Ya tenía bastante yo con un niño detrás de otro, hasta ocho!
Luego, cuando se murió mi marío, a lo mejor iba a una familia y echaba dos o
tres horas lavando, o iba a coger algodón con los mayorcitos, pero un trabajo
continuo, no podía.
Él, trabajador era como el primero, pero tenía mu mala bebida. Venirnos a la
Barca, desde la choza, fue malo pa mi marío, porque tenía tiempo de irse a la
taberna. En el campo no se iba a la taberna pa no dejarme sola, le daba miedo
dejarme sola. O sea que bebió mucho más desde que nos vinimos aquí. Celoso era
al máximo y cuando bebía eso era insoportable. Al otro día, ya que estaba
bueno, me pedía perdón. El médico le preguntó un día: ¿tú bebes? Y entonces le
dijo que si no dejaba la bebida seguiría viendo esas cosas, porque él decía que
veía cosas. Eran los medicamentos pa los nervios, estaba enfermo.
Con
treinta y tres años murió y me dejó solita, con siete niños y embarazá del
octavo. Hasta los seis meses no me vino la primera paguita y no tenía ni que
darles a mis hijos de comer. Tenía yo treinta años. Fue entonces cuando empecé
a trabajar en la calle. A partir de ese momento me apañé lavando en las casas.
Me pagaban cinco duros lavando to el día y con el niño al lao, meciéndolo en la
mecedora. Menos mal que antes no teníamos tantas tonterías y sólo había una
silla y una mesa… Compraba la tela de muselina y les hacía to: los calzoncillos
blancos, y to, porque entonces se cosía toa la ropa…, así iba saliendo adelante.
Las
tiendas me decían que me llevara lo que quisiera, pero yo me llevaba lo
indispensable porque luego había que pagar. La primera paga fue pa María la del
pan y uno que le llamaban Benítez, allí era donde me fiaban. Luego, una me daba
una cosa, otra cosa. Mi vecina me traía de to y me recogió los niños. Esa mujer
fue la que me ayudó. El pan y el melón a lo mejor era la comida de mis niños.
Pepa, la monjita, así le llamaban a la otra vecina. Me dejaba los niños con
ella mientras iba por agua o a lavar. Yo con el búcaro en la mano no podía
llevar los niños también. Hasta me ayudaba a lavar la ropa…
Cuando
mis niños tenían catorce años se iban a la remolacha o a otras cosas y entonces
ya empecé a respirar. Mi hija mayor salió de la escuela pa ayudarme y empezó a
trabajar con doce años. Se fue a servir a Jerez. Entonces me hablaron de un
colegio interno donde podían estudiar y estar alimentaos. Como yo no tenía ni
pa darles de comer pues me lo pensé y los llevé al colegio. A mi me costaba
mucho trabajo quedarme sin ellos. Los dos mayores eran los que yo quería que se
fueran y yo me quedaba con los chicos. Pero no había plaza na más que pa los
chicos. Bueno, ¡qué mal lo pasé yo!, sin mis niños, tan chicos. Ahí se quedaron
y luego, cuando se hicieron más mayores los pasaron a Cádiz y luego a Chipiona.
Estuvieron hasta los dieciséis años y acabaron el bachiller. Claro, me quitaron
tres bocas. Cuando iba a verlos, ellos llorando y llorando, que se querían
venir. Pero sólo venían en Navidad, en verano, o en Semana Santa. Ahora que son
grandes ya la cosa está mejor. Si yo contara todo, día por día, tendría una
novela…”
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