jueves, 27 de abril de 2017

En el paseo había un tope que nadie se atrevía a cruzar

 “Del paseo a las escuelas, de las escuelas al paseo…” Así empieza su relato Aurora. En eso consistía la principal diversión, que estaba limitada únicamente a los días de fiesta. Incluso las que mocearon ya en los años sesenta tienen esa misma o parecida experiencia. Las oportunidades de conocer a un muchacho y establecer relaciones amorosas eran muy pequeñas, pero sobre todo, estaban absolutamente controladas y ritualizadas. Ellos sabían cuáles eran las señales inequívocas de que, en caso de acercarse, no iban a ser rechazados, y ellas reconocían enseguida quién era el pretendiente, o alguien se encargaba de difundir el rumor por el pueblo: “fulanito quiere a menganita”: 
 "Íbamos siempre la pandilla de muchachas, agarradas del brazo, en fila. Los que se querían arrimar venían detrás. Nos decían cosas, como que éramos guapas y eso… A veces, la que sabía que venía detrás uno que le gustaba, se ponía en la punta pa que se arrimara. Esa era la forma de divertirnos y conocernos las muchachas y los muchachos”. (Aurora)
“Nosotras paseábamos agarrás del brazo en hilera. Ninguna se ponía en la punta porque se ponían los muchachos al lao. Fidel me pretendió a mí un 27 de septiembre. Pa que le diera ya el sí, porque ya nos gustábamos nosotros hacía tiempo”. (Manola)

“La calle Nueva…, era precioso… Se ponía de gente… A las muchachas no ponían un tope, no nos dejaban pasar de un sitio. Los muchachos te decían cosas… Yo era mu mona… Si tenías que pasar por la plaza, to el mundo te miraba… Íbamos el grupo de muchachas de paseo y cuando llegaba el que te quería a ponerse al lado, nos poníamos en el medio… ¡Seríamos tontas…! (ríe…,ríe…) (Rafaela).  

Ellos estaban siempre en la plaza y nos miraban. Luego ya salíamos las amigas y paseábamos por la calle Nueva. Y al baile.  No se podía pasar de un sitio, había un tope que nadie se atrevía a cruzar”. (Sara)


Estos relatos dicen mucho acerca de los límites y los ritos por los que las muchachas tenían que pasar, cuando eran consideradas disponibles para iniciar un noviazgo. No existían muchas más posibilidades de entrar en relación entre ambos sexos.  La cuestión era conocer bien los signos y los códigos de comunicación y cumplirlos. Había que dar pie, pero ni tanto para que la chica que lo diera fuera tenida por una «fresca» ni tan poco que su intención pasara desapercibida. Pero estaba claro que ellos dominaban la calle y ellas se adaptaban a lo que se les permitía. Lo dice la propia Rafaela; eso sí, quitándole hierro al asunto:

“Te miraban de arriba abajo… Yo me iba por otra calle. ¡Ay qué apuro me daba a mí! ¡Adiós doña Rafaelita!, me decía uno…, con toa la guasa del mundo, pero yo le respondía con mucho arte y le paraba los pies”. (Rafaela)

Pero claro, no todas las jóvenes eran capaces de devolver el saludo más o menos irónico de algún muchacho, con la guasa con la que lo hacía Rafaela. Generalmente, bajaban la cabeza e intentaban superar el apuro de ser un objeto de observación poco disimulado por parte de ellos.
María ilustra con su relato las restricciones a las mujeres y la resistencia de éstas a pasar por la plaza para no tener que soportar las miradas descaradas de los hombres:  

“En los bares no entraban las mujeres. Porque había hombres y si había en la plaza, las mujeres daban la vuelta pa no pasar por allí…”. (María Velaure)

Los bares también eran reductos típicamente masculinos. No estaba prohibido de forma explícita, pero no estaba bien visto. Así recuerdan nuestras protagonistas estas restricciones y la vigilancia que tenían, cuando, por alguna circunstancia, se organizaban bailes en el local de Fidel:

“Los hombres podían ir a los bares siempre que querían, las mujeres no entraban. No se decía en ningún sitio… pero no entrábamos. Cuando vino la primera tele, entonces sí entrábamos, pero  pagábamos por verla. De todas maneras, a partir de las diez de la noche no nos dejaban, por eso yo iba con mi hermano. Mi hermano, después de las diez se podía volver a la calle, pero nosotras nos quedábamos en casa. Mi padre decía: Las mujeres en casa...”.  (Sara)

“Entonces ni bebíamos ni fumábamos… y a los bares no entrábamos, eso era cosa de hombres. Los bailes eran en la casa de Fidel. Se juntaban ellos, los muchachos, y lo organizaban. Nosotras no pagábamos la entrada, pero tenías que tener el permiso de los padres. Las madres se ponían en un rincón y nosotras bailando. Cuando mejor lo estábamos pasando, a la casa. Había que irse…  Bebíamos un refresco si te convidaba algún muchacho”. (Aurora)

“Aquí las mujeres no entrábamos en los bares… Ni íbamos al cine, por lo menos yo no iba, porque mi madre no me dejaba ni a sol ni a sombra. Yo empecé a salir al baile que tendría ya veinte años. Íbamos al baile, al lao de Cástula. Mi madre se venía conmigo. Unas veces venia El Choto, que le decían, de Fuente Heridos. Otras veces con el acordeón, los de aquí del pueblo. Se bailaban sevillanas, pasodobles, rumbas…, de to bailábamos allí. Se sentaban mis padres al lao de la puerta de Fidel, mientras bailábamos. Cuando salíamos de novios paseábamos en la plaza y de la casilla a la plaza venia yo sola andando. Pa bajar de día al pueblo, bajaba sola. Luego en la calle nueva y en la plaza, y me dejaba en lo de las palomitas y ya me iba yo sola, pero antes de oscurecer. Mi novio iba por las noches a verme a la casilla. Se quedaba dos horitas allí, conmigo”. (Angelita Andrade)

Sin embargo, escuchando a Dolores Carabantes  se advierte la diferencia entre ella y sus compañeras de generación. Y es que no había más que haber salido de los estrechos límites del pueblo, para tener algo así como el privilegio de saltarte algunas de las normas que generalmente cumplían la mayoría de las mujeres jóvenes. Eso de ser de capital le daba a ella una aureola especial y cuando volvía al pueblo se daba más cuenta de la libertad que tenía en Granada:

“Por circunstancias de la vida, me tuve que ir a Granada y entonces mi vida cambió totalmente. Tendría yo unos 16 años y no quería venir al pueblo. Fui una de las primeras personas que entraron en el bar aquí en Alájar,  porque venía de la capital. En la capital nadie te censuraba ni se preocupaba de na, se hacían guateques y me lo pasaba muy bien. Aquí no se podía pasar por la plaza sola. De niña lo pasé muy bien en Alájar, pero la mejor etapa de jovencita fue en Granada, porque allí hacía una vida de estudiante… Es que en Alájar no se podía ni bailar, porque era pecado y encima nosotras éramos de Acción Católica”. (Dolores Carabantes)

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